GLOBALIZACION BECK

¿Qué es la globalización ?

CONTRIBUYENTES VIRTUALES
Con la demolicíón pacífica del muro de Berlín y el colapso del imperio soviético fueron muchos los que creyeron que había sonado el final de la política y nacía una época situada más allá del socialismo y el capitalismo, de la utopía y la emancipación. Pero, en los últimos años, estos defenestradores de lo político han bajado bastante el tono de su voz. En efecto, el término «globalización>, actualmente omnipresente en toda manifestación pública, no apunta precisamente al final de la política, sino simplemente a una salida de lo político del marco categorial del Estado nacional y del sistema de roles al uso de eso que se ha dado en llamar el quehacer «político> y «no-político>. En efecto, independientemente de lo que pueda apuntar, en cuanto al contenido, la nueva retórica de la globalización (de la economía, de los mercados, de la competencia por un puesto de trabajo, de la producción, de la prestación de servicios y las distintas corrientes en el ámbito de las finanzas, de la información y de la vida en general), saltan a la vista de manera puntual las importantes consecuencias políticas de la escenificación del riesgo de globalización económica: es posible que instituciones industriales que parecían completamente cerradas a la configuración política «estallen> y se abran al discurso político. Los presupuestos del Estado asistencial y del sistema de pensiones, de la ayuda social y de la política municipal de infraestructuras, así como el poder organizado de los sindicatos, el superelaborado sistema de negociación de la autonomía salarial, el gasto público, el sistema impositivo y la «justicia impositiva>, todo ello se disuelve y resuelve, bajo el sol del desierto de la globalización, en una (exigencia de) configurabilidad política. Todos los actores sociales deben reaccionar y dar una respuesta concreta en este ámbito, donde curiosamente las respuestas no siguen ya el viejo esquema derecha-izquierda de la práctica política. ¿Se puede decir que lo que fue la lucha de clases en el siglo XIX para el movimiento obrero es la cuestión de la globalización en el umbral del siglo XX para las empresas que operan a nivel transnacional? (Con la diferencia, por cierto esencial, de que el movimiento obrero actuaba como un contrapoder, mientras que las empresas globales están actuando hasta la fecha sin tener ningún contrapoder -transnacional- enfrente.) ¿Por qué la globalización significa politización? Porque la puesta en escena de la globalización permite a los empresarios, y sus asociados, reconquistar y volver a disponer del poder negociador política y socialmente domesticado del capitalismo democráticamente organizado. La globalización posibilita eso que sin duda estuvo siempre presente en el capitalismo, pero que se mantuvo en estado larvado durante la fase de su domesticación por la sociedad estatal y democrática: que los empresarios, sobre todo los que se mueven a nivel planetario, puedan desempeñar un papel clave en la configuración no sólo de la economía, sino también de la sociedad en su conjunto, aun cuando «sólo> fuera por el poder que tienen para privar a la sociedad de sus recursos materiales (capital, impuestos, puestos de trabajo). La economía que actúa a nivel mundial socava los cimientos de las economías nacionales y de los Estados nacionales, lo cual desencadena a su vez una subpolitización de alcance completamente nuevo y de consecuencias imprevisibles. Se trata de que, en este nuevo «asalto>, el viejo enemigo «trabajo> se está viendo relegado a la vía muerta de la historia, pero también, fundamentalmente, de que «se está dando la jubilación>, por así decir, al «capitalismo general ideal>, como llamara Marx al Estado; se trata, en definitiva, de la liberación respecto de los corsés del trabajo y el Estado tal y como han existido en los siglos XIX y XX. <Todo lo que es estamental y tradicional, y está anquilosado y encallecido, se está evaporando>, había pregonado Marx en su Manifiesto comunista de manera bastante tajante con referencia al potencial revolucionario del capital. Lo 
<estamental> era entonces la organización social-estatal y sindical del trabajo, y <lo anquilosado y encallecido> eran las ventajas burocráticas y el esquilmamiento del pueblo por parte del Estado (nacional). Vemos, así, cómo las nuevas dimensiones de la <política imperativa y realista> de la globalización se asientan sobre unos fundamentos caracterizados por su efectividad y elegancia.
Por lo tanto, como se oye decir por doquier, no es la política particular de los empresarios, sino la <globalización> la que parece forzar esta serie de medidas perentorias y radicales. Por lo demás, según las <leyes> del mercado global, hay que buscar no-A para obtener A; como, por ejemplo, eliminar o <secuestrar> puestos de trabajo para asegurar puestos de trabajo en un determinado lugar. Precisamente porque el trabajo se puede y debe reducir o rarificarse para incrementar los beneficios, la política actual se trasmuta subrepticiamente en su contrarío. Todo el que fomenta el crecimiento económico acaba generando desempleo; y todo el que rebaja drásticamente los impuestos para que aumenten las posibilidades de beneficios genera posiblemente también desempleo. Las paradojas políticas y sociales de una economía transnacional, que con la <eliminación de las trabas a la inversión> (es decir, con la eliminación de la normativa ecológica, sindical, asistencial y fiscal) debe ser mimada y premiada para que destruya cada vez más trabajo y de este modo se incrementen cada vez más la producción y los beneficios, deben quedar no obstante científicamente evidenciadas y políticamente reforzadas. Lo cual quiere decir lo siguiente: la puesta en escena de la globalización como factor amenazador, es decir, la política de la globalización, no pretende solamente eliminar las trabas de los sindicatos, sino también las del Estado nacional; con otras palabras, pretende restar poder a la política estatal-nacional. La retórica de los representantes económicos más importantes en contra de la política social estatal y de sus valedores deja poco que desear en cuanto a claridad. Pretenden, en definitiva, desmantelar el aparato y las tareas estatales con vistas a la realización de la utopía del anarquismo mercantil del Estado mínimo. Con lo que, paradójicamente, a menudo ocurre que se responde a la globalización con la renacionalización. No se suele reconocer que, en el tema de la globalización, no sólo <se juegan la piel> los sindicatos, sino también la política y el Estado. Los políticos de los distintos partidos, sorprendidos y fascinados por la globalización <debilitadora de instituciones>, están empezando a sospechar vagamente que, como dijera Marx tiempo ha, se pueden convertir en sus propios <sepultureros>. De todos modos, personalmente yo no puedo por menos de considerar una ironía el que algunos políticos pidan a voces mercado, mercado y más mercado y no se den cuenta de que, de este modo, están matando el mismísimo nervio vital y cerrando peligrosamente el grifo del dinero y del poder. ¿Se ha visto alguna vez una representación más descerebrada y alegre de un suicidio tan manifiesto? Pero ¿en qué se funda el nuevo poder de los empresarios transnacionales? ¿ De dónde surge y cómo se reproduce su potencial estratégico? A nadie se le oculta que se ha producido una especie de toma de los centros materiales vitales de las sociedades modernas que tienen Estados nacionales, y ello sin revolución, sin cambio de leyes ni de Constitución; es decir, mediante el desenvolvimiento simple y normal de la vida cotidiana o, como suele decirse, con el business as usual. En primer lugar, podemos exportar puestos de trabajo allí donde son más bajos los costes laborales y las cargas fiscales a la creación de mano de obra. En segundo lugar, estamos en condiciones (a causa de las nuevas técnicas de la información, que llegan hasta los últimos rincones del mundo) de desmenuzar los productos y las prestaciones de servicios, así como de repartir el trabajo por todo el mundo, de manera que las etiquetas nacionales y empresariales nos pueden inducir fácilmente a error. En tercer lugar, estamos en condiciones de servirnos de los Estados 
nacionales y de los centros de producción individuales en contra de ellos mismos y, de este modo, conseguir <pactos globales> con vistas a unas condiciones impositivas más suaves y unas infraestructuras más favorables; asimismo, podemos <castigar> a los Estados nacionales cuando se muestran <careros> o <poco amigos de nuestras inversiones>. En cuarto, y último, lugar, podemos distinguir automáticamente en medio de las fragosidades -controladas- de la producción global entre lugar de inversión, lugar de producción, lugar de declaración fiscal y lugar de residencia, lo que supone que los cuadros dirigentes podrán vivir y residir allí donde les resulte más atractivo y pagar los impuestos allí donde les resulte menos gravoso. Y, nótese bien, todo esto sin que medien suplicatorios ni deliberaciones parlamentarias, decretos gubernamentales, cambios de leyes ni, siquiera, un simple debate público. Esto justifica, por su parte, el concepto de «subpolítica», entendida no como una (teoría de la) conspiración sino como un conjunto de oportunidades de acción y de poder suplementarias más allá del sistema político, oportunidades reservadas a las empresas que se mueven en el ámbito de la sociedad mundial: el equilibrio y el pacto de poder de la primera modernidad de la sociedad industrial quedan así revocados y -obviando al gobierno y al parlamento, a la opinión pública y a los jueces- se traspasan a la autogestión de la actividad económica. El paso a la política de la globalización, aún no estipulada pero que escribe en cada caso desde cero las reglas de juego sociales, se ha producido de manera suave y normal y con la legitimación de algo que es inevitable: la modernización. El Estado nacional es un Estado territorial, es decir, que basa su poder en su apego a un lugar concreto (en el control de las asociaciones, la aprobación de leyes vinculantes, la defensa de las fronteras, etc..). Por su parte, la sociedad global, que a resultas de la globalización se ha ramificado en muchas dimensiones, y no sólo las económicas, se entremezcla con -y al mismo tiempo relativiza- el Estado nacional, como quiera que existe una multiplicidad -no vinculada a un lugar- de círculos sociales, redes de comunicación, relaciones de mercado y modos de vida que traspasan en todas direcciones las fronteras territoriales del Estado nacional. Esto aparece en todos los pilares de la autoridad nacional-estatal: la fiscalidad, las atribuciones especiales de la policía, la política exterior o la defensa. Consideremos, por ejemplo, el caso de la fiscalidad. Tras una subida de impuestos no se esconde una autoridad cualquiera, sino el mismísimo principio de la autoridad del Estado nacional. La soberanía en materia fiscal está ligada al concepto de control de las actividades económicas en el interior de un territorio concreto, premisa que, considerando las verdaderas posibilidades de comercio existentes a nivel global, resulta cada vez más ficticia. Las empresas pueden producir en un país, pagar impuestos en otro y exigir gastos estatales en forma de creación de infraestructuras en un tercer país. Las personas se han vuelto más móviles -y más ingeniosas- para, cuando son ricas, encontrar y explotar subterfugios o fisuras en las redes de arrastre del Estado nacional, o, cuando disponen de una competencia o mercancía muy demandada, instalar la mano de obra allí donde les resulta más ventajoso; o, finalmente, cuando son pobres, para emigrar allí donde creen atisbar un porvenir de bienestar y abundancia. Por su parte, se enredan en un mar de contradicciones los intentos de los Estados nacionales por mantenerse aislados, pues, para subsistir en medio de la competencia de la sociedad mundial, cada país tiene que atraer imperiosamente capital, mano de obra y cerebros. Los gladiadores del crecimiento económico, tan cortejados por los políticos, socavan la autoridad del Estado al exigirle prestaciones por un lado y, por el otro, negarse a pagar impuestos. Lo curioso del caso es que son precisamente los más ricos los que se vuelven contribuyentes virtuales, toda vez que su riqueza descansa en última instancia en este vírtuosismo de lo virtual. Así, de manera (las más de la veces) legal pero ¡legítima, están socavando el bien general que tanto proclaman.
La revista Fortune, que publica regularmente la lista de los quinientos empresarios más ricos del mundo, se congratula de que éstos hayan «traspasado las fronteras para conquistar nuevos mercados y fagocitar la competencia local. Cuantos más países hay, mayores son los beneficios. Los beneficios de las quinientas empresas más grandes del mundo han aumentado un 15 %, mientras que su volumen de negocio sólo lo ha hecho en un 11 % >. <¡Vivan los beneficios, mueran los puestos de trabajo!>, leemos en Der. Spiegel. <Un milagro económico especial tiene atemorizada a la nación. En las empresas se ha infiltrado una nueva generación de altos ejecutivos que rinden culto, a imitación de EE.UU., a la acción bursátil. Resultado fatídico: la bolsa recompensa a los destructores de empleos.> Los empresarios han descubierto la nueva fórmula mágica de la riqueza, que no es otra que «capitalismo sin trabajo más capitalismo sin impuestos». La recaudación por impuestos a las empresas -los impuestos que gravan los beneficios de éstas- cayó entre 1989 y 1993 en un 18,6%, y el volumen total de lo recaudado por este concepto se redujo drásticamente a la mitad. < La red social debe transformarse y dotarse de nuevos fundamentos>, sostiene André Gorz. Pero con esta transformación -que no supresión- cabe preguntarse igualmente por qué se ha vuelto aparentemente infinanciable. Los países de la UE se han hecho más ricos en los últimos veinte años en un porcentaje que oscila entre el 50 y el 70%. La economía ha crecido mucho más deprisa que la población. Y, sin embargo, la UE cuenta ahora con veinte millones de parados, cincuenta millones de pobres y cinco millones de personas sin techo. ¿Dónde ha ido a parar este plus de riqueza? En Estados Unidos, es de sobra sabido que el crecimiento económico sólo ha enriquecido al 10% más acomodado de la población. Este 10% se ha llevado el 96% del plus de riqueza. La situación no ha sido tan crítica en Europa, aunque aquí las cosas no difieren tampoco sustancialmente. En Alemania, los beneficios de las empresas han aumentado desde 1979 en un 90%, mientras que los salarios sólo lo han hecho en un 6%. Pero los ingresos fiscales procedentes de los salarios se han duplicado en los últimos diez años, mientras que los ingresos fiscales por actividades empresariales se han reducido a la mitad: sólo representan un 13 % de los ingresos fiscales globales. En 1980 representaban aún el 25 %; en 1960, hasta el 35%. De no haber bajado del 25%, el Estado habría recaudado en los últimos años ochenta mil millones de marcos suplementarios por año. >En los demás países se advierte una evolución parecida. La mayoría de las firmas multinacionales, como Siemens o BMW, ya no pagan en sus respectivos países ningún impuesto... Mientras esto siga así .... la gente tendrá todo su derecho a no estar contenta de que le reduzcan las prestaciones sociales, las pensiones y los salarios.> Por su parte, las empresas transnacionales están registrando unos beneficios récord (merced sobre todo a la masiva supresión de puestos de trabajo). En sus balances anuales, los consejos de administración presentan unos beneficios netos astronómicos, mientras los políticos, que tienen que justificar unas cifras de paro escandalosas, suben los impuestos con la vana esperanza de que, con la nueva riqueza de los ricos, se creen al menos unos cuantos puestos de trabajo. La consecuencia de todo esto es el aumento de la conflictividad también en el campo de la economía, es decir, entre los contribuyentes virtuales y los contribuyentes reales. Mientras que las multinacionales pueden eludir al fisco del Estado nacional, las pequeñas y medianas empresas, que son las que generan la mayor parte de los puestos de trabajo, se ven atosigadas y asfixiadas por las infinitas trabas y gravámenes de la burocracia fiscal. Es un chiste de mal gusto que, en el futuro, sean precisamente los perdedores de la globalización, tanto el Estado asistencial como la democracia en funciones, los que tengan que financiarlo todo mientras los ganadores de la globalización consiguen unos beneficios astronómicos y eluden toda responsabilidad respecto de la democracia 
del futuro. Consecuencia: es preciso formular en nuevos términos teóricos y políticos la cuestión trascendental de la justicia social en la era de la globalización. También saltan a la vista las contradicciones del <capitalismo sin trabajo>. Los directivos de las multinacionales ponen a salvo la gestión de sus negocios llevándoselos a la India del sur, pero envían a sus hijos a universidades europeas de renombre subvencionadas con dinero público. Ni se les pasa por la cabeza irse a vivir allí donde crean los puestos de trabajo y pagan muy pocos impuestos. Pero para sí mismos reclaman, naturalmente, derechos fundamentales políticos, sociales y civiles, cuya financiación pública torpedean. Frecuentan el teatro; disfrutan de la naturaleza y el campo, que tanto dinero cuesta conservar; y se lo pasan bomba en las metrópolis europeas aún relativamente libres de violencia y criminalidad. Sin embargo, con su política exclusivamente orientada a la generación de beneficios están contribuyendo a la vez al hundimiento de este modo de vida europeo. Pregunta: ¿dónde desearán vivir, ellos o sus hijos, cuando nadie financie ya los Estados democráticos de Europa? Lo que es bueno para el Banco de Alemania no lo es ya necesariamente para la propia Alemania. Las multinacionales abandonan el marco de los Estados nacionales y retiran de facto su lealtad para con los actores del Estado nacional; con lo cual cae también en picado el grado de integración social de sus respectivos países, y ello tanto más cuanto que más fuertemente se fundamentaba éste en el aspecto puramente económico. Son precisamente los Estados asistenciales bien acolchados los que caen en este insidioso círculo vicioso: deben pagar prestaciones codificadas a un número cada vez mayor de personas -pronto habrá cinco millones de parados registrados solamente en Alemania- al tiempo que van perdiendo el control de los impuestos, porque, en la partida de póquer por su religación local, las empresas transnacionales han acaparado las cartas definitivamente ganadoras. Dichas empresas se subvencionan de varias maneras: primero optimizando la creación de infraestructuras, en segundo lugar recibiendo subvenciones, en tercer lugar minimizando los impuestos, y en cuarto lugar <externalizando> los costes del desempleo. Este círculo vicioso en el que cae el Estado asistencial no sólo es el resultado de unos recursos decrecientes junto a gastos que suben como la espuma, sino también de la falta de medios de pacificación conforme el abismo entre pobres y ricos se va haciendo cada vez más grande. Dado que el marco del Estado nacional ha perdido su fuerza vinculante, los ganadores y los perdedores de la globalización dejan de sentarse, por así decir, a la misma mesa. Los nuevos ricos ya no <necesitan> a los nuevos pobres. Entre ambos colectivos resulta difícil llegar a un compromiso, porque falta un marco común apropiado en el que se puedan abordar y regular estos conflictos que traspasan las fronteras . No resulta difícil imaginar que la lógica conflictual del juego capitalista sale renovada y reforzada, al tiempo que disminuyen los medios de pacificación del Estado (en su esfuerzo por que aumente el pastel a repartir mediante un crecimiento económico forzoso). Así, resulta bastante cuestionable el modelo de la primera modernidad, que se pensó y organizó sobre la base de la unidad de la identidad cultural («pueblo», del espacio y del Estado cuando aún no estaba a la vista, ni se auspiciaba, una nueva unidad de la humanidad, del planeta y del Estado mundial.
II
ENTRE LA ECONOMÍA MUNDIAL Y LA INDIVIDUALIZACIÓN, EL ESTADO NACIONAL PIERDE SU SOBERANÍA: ¿QUÉ HACER?
La conclusión salta a la vista: el proyecto de la modernidad parece haber fracasado. Los filósofos de la posmodernidad fueron los primeros en extender -de manera jubilosa y enfática- el certificado de defunción a la pretensión de racionalidad por parte de la ciencia. Lo que se hace pasar por universalismo occiental de la Ilustración y de los derechos humanos no es otra cosa que la opinión de «hombres blancos, muertos o viejos>, que oprimen los derechos de las minorías étnicas, religiosas y sexuales mientras imponen de manera absoluta su <metadiscurso> partidista. Mediante la tendencia secular a la individualización, se dice luego, se torna poroso el conglomerado social, la sociedad pierde conciencia colectiva y, por ende, su capacidad de negociación política. La búsqueda de respuestas políticas a las grandes cuestiones del futuro se ha quedado ya sin sujeto y sin lugar. Según esta negrísima visión, la globalización económica no hace sino consumar lo que se alienta intelectualmente mediante la posmodernidad y políticamente mediante la individualización, a saber, el colapso de la modernidad. El díagnóstico es el siguiente: el capitalismo se queda sin trabajo y produce paro. Con esto se quiebra la alianza histórica entre sociedad de mercado, Estado asistencial y democracia que hasta ahora ha integrado y legitimizado al modelo occidental, es decir, al proyecto de modernidad del Estado nacional. Vistos desde esta perspectiva, los neoliberales son los liquidadores de Occidente, aun cuando se presenten como sus reformadores. Por lo que se refiere al Estado asistencial, la democracia y la vida pública, la suya es una modernización condenada a muerte. Sin embargo, la decadencia empieza por el cerebro. El fatalismo es también una enfermedad del lenguaje. Antes de arrojarnos desde la Torre Eiffel, deberíamos ir a ver al médico del lenguaje. «Los conceptos están vacíos, y ya no aprehenden, iluminan ni seducen. Lo gris, que impregna todo el mundo, tiene probablemente también su fundamento en un enmohecimiento de las palabras.» Lo que parece una degeneración podría, si sale bien, superar las ortodoxias que han hecho fracasar a la primera modernidad y auspiciar la irrupción de una segunda modernidad. En mi libro Kinder der Freiheit (Hijos de la libertad) he tratado de mostrar cómo la denominada <degeneración de los valores> tal vez signifique el final del quehacer político de la ortodoxia colectiva, pero no el del quehacer político propiamente dicho. Paralelamente al desteñimiento del medio social moral, van tomando forma curiosamente los fundamentos vitales -a nivel mundial- de un republicanismo cosmopolita, en cuyo centro se encuentra la libertad de cada cual. En cualquier caso, es difícil elevar la voz contra el poder mundial del mercado mundial. Esto sólo es posible a condición de acabar con la idea de un mercado mundial mundialmente poderoso que gobierna, en nuestros cerebros y paraliza toda su actividad. En este libro me gustaría enfrentarme a este megafantasma que actualmente recorre Europa con el tirachinas de una simple diferenciación (entre, por una parte, el globalismo y, por otra, la globalidad y la globalización). Esta diferenciación tiene la virtud de desmarcarse de la ortodoxia territorial de lo político y lo social que surgió con el proyecto del Estado nacional 
de la primera modernidad y se impuso omnímodamente a nivel categorial e institucional. Por globalismo entiendo la concepción según la cual el mercado mundial desaloja o sustituye al quehacer político; es decir, la ideología del dominio del mercado mundial o la ideología del liberalismo. Ésta procede de manera monocausal y economicista y reduce la pluridimensionalidad de la globalización a una sola dimensión, la económica, dimensión que considera asimismo de manera lineal, y pone sobre el tapete (cuando, y si es que, lo hace) todas las demás dimensiones -las globalizaciones ecológica, cultural, política y social- sólo para destacar el presunto predominio del sistema de mercado mundial. Lógicamente, con esto no queremos negar ni minimizar la gran importancia de la globalización económica en cuanto opción y percepción de los actores más activos. El núcleo ideológico del globalismo reside más bien en que da al traste con una distinción fundamental de la primera modernidad, a saber, la existente entre política y economía. La tarea principal de la política, delimitar bien los marcos jurídicos, sociales y ecológicos dentro de los cuales el quehacer económico es posible y legítimo socialmente, se sustrae así a la vista o se enajena. El globalismo pretende que un edificio tan complejo como Alemania -es decir, el Estado, la sociedad, la cultura, la política exterior- debe ser tratado como una empresa. En este sentido, se trata. de un imperialismo de lo económico bajo el cual las empresas exigen las condiciones básicas con las que poder optimizar sus objetivos. Resulta cuanto menos singular el hecho de que -y la manera como- el así entendido globalismo arrastra a su bando a sus mismos oponentes. Existe un globalismo afirmador, pero también otro negador, el cual, persuadido del predominio ineluctable del mercado mundial, se acoge a varias formas de proteccionismo: Los proteccionistas negros lamentan el hundimiento de los valores y la pérdida de importancia de lo nacional, pero, al mismo tiempo, y de manera un tanto contradictoria, llevan a cabo la destrucción neoliberal del Estado nacional. Los proteccionistas verdes descubren el Estado nacional como un biotopo político amenazado de extinción, que protege los valores medioambientales contra las presiones del mercado internacional y, en tal sentido, merece ser protegido al igual que la misma naturaleza. Los proteccionistas rojos siguen aireando en todas las cuestiones el lema de la lucha de clases; para ellos, la globalización es un sinónimo más de «ya lo habíamos advertido». Están celebrando la fiesta de una resurrección marxista. En cualquier caso, se trata de una cegada porfía de la utopía. De todas estas trampas del globalismo hay que distinguir eso que -en la estela del debate anglosajón- he dado yo en llamar globalidad y globalización. La globalidad significa lo siguiente: hace ya bastante tiempo que vivimos en una sociedad mundial, de manera que la tesis de los espacios cerrados es ficticia. No hay ningún país ni grupo que pueda vivir al margen de los demás. Es decir, que las distintas formas económicas, culturales y políticas no dejan de entremezclarse y que las `` evidencias del modelo occidental se deben justificar de nuevo. Así, «sociedad mundial> significa la totalidad de las relaciones sociales que no están integradas en la política del Estado nacional ni están determinadas (ni son determinables) a través de ésta. Aquí la autopercepción juega un papel clave en cuanto que la sociedad mundial en sentido estricto -para proponer un criterio operativo [y políticamente relevante) significa una sociedad mundial percibida y reflexiva. La pregunta de hasta qué punto se da dicha sociedad se puede convertir empíricamente, según esto (de acuerdo con el teorema de Thomas, según el cual lo que los hombres consideran real se convierte en real), en la pregunta de cómo y hasta qué punto los hombres y las culturas del mundo se perciben en sus diferencias respectivas y hasta qué punto esta autopercepción desde el punto de vista de la sociedad mundial se torna relevante desde el de la conducta.
En la expresión <sociedad mundial>, <mundial> significa según esto diferencia, pluralidad, y <sociedad> significa estado de no-integración, de manera que (tal y como sostiene M. Albrow) la sociedad mundial se puede comprender como una pluralidad sin unidad. Esto presupone -como se verá a lo largo del presente libro- varias cosas muy diferenciadas; por ejemplo, formas de producción transnacional y competencia del mercado del trabajo, informes mundiales en los medios de comunicación, boicots de compras transnacionales, formas de vida transnacionales, crisis y guerras percibidas desde un punto de vista <global>, utilización militar y pacífica de la energía atómica, la destrucción de la naturaleza, etc. Por su parte, la globalización significa los procesos en virtud de los cuales los Estados nacionales soberanos se entremezclan e imbrican mediante actores transnacionales y sus respectivas probabilidades de poder, orientaciones, identidades y entramados varios. Un diferenciador esencial entre la primera y la segunda modernidad es la irrevisabilidad de la globalidad resultante. Lo cual quiere decir lo siguiente: existe una afinidad entre las distintas lógicas de las globalizaciones ecológica, cultural, económica, política y social, que no son reducibles -ni explicables- las unas a las otras, sino que, antes bien, deben resolverse y entenderse a la vez en sí mismas y en mutua interdependencia. La suposición principal es que sólo así se puede abrir la perspectiva y el espacio del quehacer político. ¿Por qué? Porque sólo así se puede acabar con el hechizo despolitizador del globalismo, pues sólo bajo la perspectiva de la pluridimensionalidad de la globalidad estalla la ideología de los hechos consumados del globalismo. Pero ¿qué es lo que torna irrevisable la globalidad? He aquí ocho razones, introducidas con frases programáticas: 1. El ensanchamiento del campo geográfico y la creciente densidad del intercambio internacional, así como el carácter global de la red de mercados financieros y del poder cada vez mayor de las multinacionales. 2. La revolución permanente en el terreno de la información y las tecnologías de la comunicación. 3. La exigencia, universalmente aceptada, de respetar los derechos humanos -también considerada (de boquilla) como el principio de la democracia. 4. Las corrientes ¡cónicas de las industrias globales de la cultura. 5. La política mundial posinternacional y policéntrica: junto a los gobiernos hay cada vez más actores transnacionales con cada vez mayor poder (multinacionales, organizaciones no gubernamentales, Naciones Unidas). 6. El problema de la pobreza global. 7. El problema de los daños y atentados ecológicos globales. 8. El problema de los conflictos transculturales en un lugar concreto.
Con tales presupuestos cobra la sociología nueva importancia como investigación de lo que significa la vida humana en la inmensa gran trampa en que se ha convertido el mundo. La globalidad nos recuerda el hecho de que, a partir de ahora, nada de cuanto ocurra en nuestro planeta podrá ser un suceso localmente delimitado, sino que todos los descubrimientos, victorias y catástrofes afectarán a todo el mundo y que todos deberemos reorientar y reorganizar nuestra vidas y quehaceres, así como nuestras organizaciones e instituciones, a lo largo del eje «local-global». Así entendida, la globalidad ofrece a nuestra consideración la nueva situación de la segunda modernidad. En este concepto se recogen al mismo tiempo los motivos básicos de por qué las respuestas tipo de la primera modernidad resultan contradictorias e inservibles para la segunda modernidad, con el resultado de que se debe fundar y descubrir de nuevo la política para el tiempo que dure la segunda modernidad. A partir de este concepto de globalidad, el concepto de globalización se 
puede describir como un proceso (antiguamente se habría dicho: como una dialéctica) que crea vínculos y espacios sociales transnacionales, revaloriza culturas locales y trae a un primer plano terceras culturas -«un poco de esto, otro poco de eso, tal es la manera como las novedades llegan al mundo» (Salman Rushdie)-. En este complejo marco de relaciones se pueden reformular las preguntas tanto sobre las dimensiones como sobre las fronteras de la globalización resultante, teniendo presentes estos tres parámetros:
en primer lugar, un mayor espacio; en segundo lugar, la estabilidad en el tiempo; y en tercer lugar, la densidad (social) de los entramados, las interconexiones y las corrientes icónicas transnacionales.
Dentro de este horizonte conceptual, estamos ya en condiciones de contestar a otras preguntas, como, por ejemplo: «¿En qué estriba la singularidad histórica de la globalización presente y sus paradojas en un lugar concreto (por ejemplo, en comparación con el denominado «sistema mundial capitalista>, que se encuentra ya en formación desde el colonialismo y del que habla Immanuel Wallerstein)? La singularidad del proceso de globalización radica actualmente (y radicará sin duda también en el futuro) en la ramificación, densidad y estabilidad de sus recíprocas redes de relaciones regionales-globales empíricamente comprobables y de su autodefinición de los medios de comunicación, así como de los espacios sociales y de las citadas corrientes irónicas en los planos cultural,, político, económico, militar y económico La sociedad mundial no es, pues, ninguna megasociedad nacional que contenga -y resuelva en sí- todas las sociedades nacionales, sino un horizonte mundial caracterizado por la multiplicidad y la ausencia de integrabilidad, y que sólo se abre cuando se produce y conserva en actividad v comunicación. Los escépticos de la globalidad se preguntarán: qué hay de nuevo en todo esto? Para luego sentenciar: nada del otro mundo. Pero se equivocan desde los puntos de vista histórico, empírico y teórico. Nuevo no es sólo la vida cotidiana y las transacciones comerciales allende las fronteras del Estado nacional al interior de un denso entramado con mayor dependencia y obligaciones recíprocas; nueva es la autopercepción de esta transnacionalidad (en, los medios de comunicación, en el consumo, en el turismo); nueva es la «translocalización» de la comunidad, el trabajo y el capital; nuevos son también la conciencia del peligro ecológico global y los correspondientes escenarios de actividad; nueva es la incoercible percepción de los otros transculturales en la propia vida, con todas sus contradictorias certezas; nuevo es el nivel de circulación de las «industrias culturales globales» (Scott Lash/John Urry); nuevo es también el paulatino abrirse paso de una imagen estatal europea, así como la cantidad y poder de los actores, instituciones y acuerdos transnacionales; y, finalmente, nuevo es también el nivel de concentración económica, que, pese a todo, se ve contrarrestado por la nueva competencia de un mercado mundial que no conoce fronteras. Finalmente, y en consecuencia, globalización significa también: ausencia de Estado mundial; más concretamente: sociedad mundial sin Estado mundial y sin gobierno mundial. Estamos asistiendo a la difusión de un capitalismo globalmente desorganizado, donde no existe ningún poder hegemónico ni ningún régimen internacional, ya de tipo económico ya político. Las otras tres partes del presente ensayo se abordarán en el horizonte de esta diferenciación. En la segunda parte-¿Qué significa la globalización se esbozan, y cotejan entre sí, la pluridimensionalidad, ambivalencia y paradojas de la globalidad y de la globalización desde los puntos de vista social, económico, político, ecológico y cultural. Como trataremos de mostrar en la tercera parte -Errores del globalismo-, el espacio libre configurador, el primado de lo político sólo se puede recuperar con 
una crítica decidida al globalismo. En la cuarta parte -Respuestas a la globalización, en una especie de brainstorming público se presentan como contraveneno para la parálisis política actual diez puntos básicos que permiten abordar las exigencias planteadas por la era global. El final lo conforma la siguiente «prueba del dedo> de Calandra: ¿qué ocurre cuando no ocurre nada? La brasileñización de Europa. En tercer lugar, la globalización zarandea la imagen de espacio homogéneo, cerrado, estanco y nacional- estatal que tiene de sí mismo un país que ostenta el nombre de República Federal en sus fundamentos constitucionales. En cambio, en Gran Bretaña, que era un imperio mundial, la globalización aparece como un bonito recuerdo de éste. También es Alemania desde hace mucho tiempo un lugar global en el que se dan cita diferentes culturas del mundo, con sus correspondientes contradicciones. Pero esta realidad ha permanecido hasta ahora oculta en el concepto que tiene de sí misma una nación mayormente homogénea. Todo esto ha salido a la luz a raíz del debate acerca de la globalización, pues ésta significa, como se ha dicho, ante todo una cosa: desnacionalización, es decir, erosión pero también posible transformación del Estado nacional en un Estado transnacional. El choque de la globalización en cuanto choque de la desnacionalización no sólo cuestiona las categorías al uso sobre la identidad de los alemanes de la posguerra, es decir, un <modelo de Alemania> corporativista con su especifico sistema social. Esta experiencia, y esta exigencia,, se casa mal, en cuarto y último lugar, con las disputas en torno a la reunificación de las dos Alemanias. Sin embargo, el drama de la reunificación (en muchos aspectos semejante a un drama matrimonial) ha supuesto que los alemanes se ocupen de sí mismos y de la cuestión: ¿qué elementos «alemanes» comunes se han mantenido tras medio siglo de separación, y con cuáles de dichos elementos merece la pena identificarse? En esta fase de auto contemplarse y autocuestionarse, estalla ahora esta noticia o bomba que es la globalización: el Estado nacional pierde soberanía y sustancia con la -tan pulcramente planeada- separación de competencias en el marco del mercado común europeo, y esto en todas las dimensiones: recursos financieros, poder de configuración política y económica, política informativa y cultural, identificación cotidiana de los ciudadanos... La posibilidad" de que surjan «Estados transnacionales> como respuesta a la globalización, con lo que esto supone en los planos económico, militar, político y cultural, la avanzamos aquí sólo a modo de hipótesis de trabajo. Si en el vértigo y remolino del año asombroso de 1989 se decía todavía: <Crece junto lo que pertenece al mismo tronco> (Willy Brandt), el mensaje del debate de la globalización es ahora el siguiente: en la base de estas esperanzas -y de sus correspondientes desencantos subyace una imagen anticuada del idilio del Estado nacional. El modelo tradicional del Estado nacional sólo tendrá probabilidades de supervivencia en la nueva estructura de poder del mercado mundial, así como en las instancias y movimientos transnacionales, sí el proceso de globalización se convierte en criterio de la política nacional en sus respectivos ámbitos (economía, legislación, defensa, etc.). Este reconocimiento no es algo que se deje al libre arbitrio, por así decir, de los actores individuales ni de los actores sociales y políticos. La nueva situación social surgida a nivel mundial, en la que, por ejemplo, la idea de productos, empresas, tecnologías, industrias (e incluso asociaciones deportivas) <nacionales> se vuelve cada vez más ficticia, exige forzosamente, so pena de hundimiento económico, político y cultural, unas miras más amplias para la era global, sus posibilidades, ideologías, paradojas e histerias; pero, fundamentalmente, para el nuevo juego de poder al que todos -unos más que otros- estamos llamados ineluctablemente. O, formulado de otra manera, la globalidad es una condición impostergable de la actividad humana en las postrimerías de este siglo.
Por lo cual, deben reformularse los fundamentos de la primera modernidad. ¿ Qué significa la tolerancia? ¿Qué implican los derechos humanos, que se supone deben valer para todos, con respeto a las distintas culturas? ¿Quién garantiza los derechos humanos en el mundo del post-Estado nacional? ¿Cómo se puede salvar, o reformar, la seguridad social, que hasta ahora se ha concebido desde el punto de vista del Estado nacional, habida cuenta de la pobreza global cada vez mayor y del trabajo asalariado en progresiva disminución? ¿Estallarán nuevas guerras de religión cuando se erosionen los Estados nacionales, guerras agravadas por las catástrofes ecológicas? ¿O nos estamos dirigiendo a un mundo sin violencia, que, tras el triunfo del mercado mundial, vivirá en un clima de paz? ¿Estamos tal vez incluso en el umbral de una segunda Ilustración? Tales son las preguntas, que como vemos afectan a la sustancia misma de la civilización, planteadas a propósito de la globalización, sin que nadie sepa, ni pueda saber, cómo se pueden contestar por encima de las tumbas de pobres y ricos, etnias, continentes o religiones, con sus respectivas historias violentas e inextricables

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